Verano Otoño

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Ahí estaba yo, en la despensa, por comprar unas cervezas para aplacar el calor del sábado por la tarde. Nunca me había gustado la idea de tomar solo, tal vez era un miedo en lo más profundo de mi mente, miedo a que me guste, miedo a volverme un alcohólico. Pero hacía muy poco que me había mudado a esta ciudad, era chica, un pueblo grande diría yo. Y si bien ya conocía a casi todos, todavía no había formado vínculos con nadie como para invitar a alguien de manera espontánea un sábado a la tarde a tomar unas cervezas en mi terraza. Así que con esta excusa decidí arriesgarme a beber sin compañía. Pero a veces las cosas terminan de otra forma de la que habíamos planificado.

Y como un rayo que parte al medio un árbol, la vi a ella en la caja de la despensa, pagando un paquete de tabaco. No la había visto nunca por la ciudad, tenía que estar de paso, visitando a algún pariente o amigo que viviera por estos lados. Y de la misma manera que siempre juré que nunca iba a beber solo, me había convencido de que los flechazos no existen. Pero a pesar de eso, ahí me encontraba, con una cerveza en cada mano y con mis ojos posados en ella sin poder apartar la vista.

Fue algo extraño, casi sobre natural. Solo con verla podía saber casi todo de ella, y a la vez nada. Así que decidí acercarme sutilmente y saludarla. Al menos en mi mente así iba a ser. Pero luego de tropezar con mis propios pies y casi matarme de un golpe, apoyé las cervezas en el mostrador, saludé a Don Carlos, el dueño de la despensa, luego la miré a ella y balbuceé un híbrido entre un “hola” y un “buenas”, algo así como un “honas”.

Tratando de rescatar lo que quedaba de mi dignidad, le pagué a Don Carlos y encaré la salida, pero ella se interpuso en mi camino, y con una enorme sonrisa que mostraba todos sus dientes, me preguntó si quería fumar un cigarro con ella.

Salimos juntos y nos sentamos en la vereda de la despensa. Ella, con manos hábiles, se puso a armar dos cigarrillos. Yo saqué mi llavero destapador y abrí las dos cervezas. Sentí por unos segundos su mirada clavada en mis manos. ¿Era demasiado adolescente tener un destapador de cerveza en el llavero? ¿O acaso era de borracho? Ahí se va mi última chance, pensé. Y cuando la miré seguía ahí, sonriendo. Me sacó de la mano una botella y me puso el cigarro encendido en su lugar.

Bebimos y fumamos en silencio por un momento. Y de alguna forma no era un silencio incómodo, si no, un silencio compartido.

Fue ella quien interrumpió para decirme su nombre, Simone. Me dijo que siempre había odiado el nombre, que había sido un capricho de sus padres. Yo no quería sonar adulador, pero el nombre me encantaba, podía leer sus letras en toda su cara, en su pelo castaño claro, o rubio, según como le daba la luz del sol, en sus ojos negros, en su prominente nariz y en su pequeña boca. Así que le dije que no estaba tan mal, que era un nombre “interesante”, ella dio una carcajada, largando todo el humo de la última seca que había hecho.

Después de eso hablamos durante un buen rato sobre cualquier cosa, menos sobre quiénes éramos, de alguna forma, no era importante.

Nos saludamos y cada uno tomó su rumbo. No intercambiamos ningún medio de contacto. Normalmente esto me hubiera puesto mal, pero sucedió algo extraño. Tenía el conocimiento de eventos futuros, de cosas que no habían pasado, pero las sentía como si ya las hubiera vivido. Definitivamente era algo muy distinto a “ver” el futuro. Tal vez el tiempo había empezado a correr en diferentes sentidos y direcciones, o algo por el estilo. Pero sabía que iba a llegar a casa para encontrar un patrullero en la puerta del edificio, también sabía que mi vecina se había suicidado durante el transcurso de la tarde. De la misma manera, sabía que Simone era la dueña del departamento de mi difunta vecina, y también sabía que por alguna razón que yo desconocía ella iba a decidir quedarse a vivir ahí unos días después.

Pensé en esto todo el camino a casa, y ya con el sol en el horizonte se empezaban a prender las luces de la calle. Doblé en una esquina y pude ver en la siguiente cuadra las luces rojas y azules del patrullero alumbrando los edificios. Doblé nuevamente en la siguiente esquina y vi el auto de policía estacionado en la puerta de mi edificio. Al mismo tiempo llegaba una ambulancia. Los paramédicos al bajarse no parecían apurados, miré mi mano izquierda, la abrí y me quedé observando las dos chapitas de las cervezas que habíamos tomado. El corazón me empezó a latir a toda velocidad, sentí un frío punzante en el estómago, y con una mezcla de angustia y felicidad encaré la puerta del edificio.

Ni bien puse un pie afuera del ascensor un policía me puso una mano en el hombro y me preguntó si conocía a la muerta, si era pariente o amigo. Le dije que vivía en el departamento de al lado, le conté que hacía poco que me había mudado y que nunca tuve la oportunidad de conocerla muy bien, pero que siempre me había parecido una persona muy amable. Más allá de eso, no sabía más nada, una impresión y una cara. A decir verdad ni siquiera sabía su nombre. El policía me despidió como con lástima cuando entré a mi departamento. Creo que él estaba más afectado que nadie por lo ocurrido. Más tarde, ese mismo año, el oficial Contreras y yo íbamos a vivir algunas experiencias juntos.

Me senté en el sillón y dejé las dos chapitas de cerveza en la mesa ratona. Las miré por un momento, y cuando me di cuenta estaba sonriendo. No podía esperar a verla de nuevo, pero no tenía alternativa, tenía que ser paciente, porque dentro de una semana iba a sonar el timbre, y del otro lado de la puerta iba a estar Simone.

Prendí la televisión y comencé a relajarme. Estaban dando los Simpsons, cuando terminaron ya era hora de la cena así que me puse a cocinar algo. Dejé que el ruido de la televisión me hiciera compañía, particularmente hoy no quería estar solo, nunca creí en fantasmas o cosas así, pero lo que había pasado en el departamento de al lado me daba como una sensación en la parte de atrás de la cabeza que me molestaba.

Mientras cortaba algunas verduras pude escuchar en el noticiario algo sobre Candela, la suicida del 4to A, así la habían apodado. Me pareció bastante cruel el mote, pero no había necesidad de darle importancia a lo que decían, la siguiente noticia hablaba de algún monstruo suelto en la capital de la provincia, y con eso se perdía la poca credibilidad o seriedad del chusco noticiero.


La digestión me dejó en un estado de sueño profundo, tanto así que ni siquiera pude abandonar el sillón del living. Me desperté de manera brusca cuando escuché un ruido fuerte. Venía del departamento de al lado. Seguramente la policía seguía haciendo su trabajo o algo así. Tardé unos minutos en darme cuenta que hora era. Apagué la tele, me restregué la cara y vi en mi celular que eran las tres de la mañana. Volví a sentir ruidos del otro lado de la pared que compartía con mi ex vecina. Esta vez, más despabilado, decidí salir al pasillo a ver qué estaba pasando. Abrí despacio la puerta para espiar un poco. Las luces del pasillo estaban apagadas, así que salí y los sensores de movimiento activaron las luces. Vi que la puerta de Carmela la suicida del 4to A estaba entreabierta. Era como una película, en la puerta habían puesto unas cintas que decían “escena del crimen”, no conocía mucho las leyes, pero creo que no había crimen en un suicidio y me molestó que la cinta no dijera algo como “escena de suicidio” o algo así.

Impulsado por la curiosidad abrí la puerta y entré al departamento pasando entre las cintas de la policía. Prendí la luz y por unos segundos contemple el lugar. Sentí culpa de estar invadiendo los recuerdos de una persona que ya no estaba viva. Pero al fin y al cabo creo no le iba a molestar. En lo cual no me equivoqué, no le molestó para nada.

Sentí que se aclaraban la garganta, y cuando miré a mi izquierda estaba ahí parada Carmela, tenía un vestido rojo con flores blancas hasta las rodillas, el pelo rizado hasta los hombros, unos lentes gruesos como el culo de dos botellas y una cicatriz enorme en el cuello. Su mirada era como la de una madre que reta al hijo cuando lo encuentra pasando el dedo por la torta de cumpleaños antes de que la corten.

Le pedí perdón por entrar sin permiso, pero antes de poder dar alguna extraña excusa me interrumpió para pedirme un cigarrillo. Le di uno callado, no podía dejar de ver el corte en el cuello. Pero ella solo se limitó a agarrar el cigarro e ir a la cocina a prenderlo. De allá volvió fumando y me dijo que había puesto la cafetera, que me sentara.

Me senté en una banqueta junto al desayunador y esperé callado. Cuando Carmela volvió con las dos tazas de café se sentó del otro lado del desayunador y le pregunté por qué se había matado. “Perdí una apuesta” me dijo. No le creí, pero supongo que habrá tenido sus motivos, y no teníamos tanta confianza entre nosotros como para indagar más sobre el asunto.

Me presenté formalmente con ella ya que nunca antes había tenido la oportunidad. Me preguntó a que me dedicaba y cómo había terminado viviendo al lado de su departamento. Le conté una breve historia de mi vida reciente y ella escuchó con atención a cada detalle. A veces se reía y hacía algún comentario ácido sobre mis anécdotas. Era realmente divertida, pero evadía todas mis preguntas sobre su vida. Así que decidí preguntarle sobre su muerte, quería que me contara todo. Me dijo que lo peor de estar muerta era la cantidad de obligaciones y quehaceres que tenía, y que incluso estaba enojada porque iba a tener que dejar el departamento, aparentemente el contrato tenía una cláusula sobre el asunto de morirse.

Y así, sin pensarlo dos veces le propuse que se mudara con migo, me sobraba una habitación, y le conté que con todo este asunto del suicidio no quería estar solo, así que era una situación de ganar para los dos.

Unos días más tarde ya nos empezábamos a acostumbrar a la convivencia. Carmela salía a la tarde-noche a mover cadenas, abrir cajones e inclinar cuadros por la ciudad y volvía para la hora del desayuno. Ella solía traer facturas y yo cebaba los mates. Nos pasábamos un buen rato viendo las fotos de la gente asustada en su celular. Después del desayuno ella se iba a dormir y yo encaraba mis quehaceres diarios. Volvía a casa a la tarde y merendábamos juntos, le contaba sobre mi día y le hablaba de Simone hasta que ella salía de nuevo a hacer sus cosas de gente muerta. Siempre hacía chistes sobre mis historias, me hacía reír bastante. Después yo preparaba la cena, veía alguna serie y me iba a dormir.

Y rápido como un estornudo llegó el sábado, pero ese sábado a diferencia del anterior, ya no hacía calor, se había puesto muy frío y hasta había prendido la calefacción. Estaba sentado viendo tele, Carmela había salido de juerga y no iba a volver hasta el domingo y junto con el frío llegó Simone al edificio. Sonó el timbre y como un perro feliz corrí a abrir la puerta, sabía que era ella.

Estaba parada en el pasillo, traía su enorme sonrisa llena de dientes en la cara, un tapado bordó largo hasta los tobillos y a sus espaldas traía el otoño. No, no era 21 de Marzo, ya habíamos pasado esa fecha hace un tiempo, pero ella trajo el verdadero otoño. Ni bien me dijo hola, por la ventana del pasillo pude ver como los árboles se iban volviendo amarillos y dejando caer sus hojas en espirales tan hipnóticas como mirarla a ella.

Agarre mi abrigo y salimos a caminar por el pueblo. Las primeras cuadras compartimos otro silencio, pero cuando nos empezamos a alejar del centro y sin darnos cuenta comenzamos a hablar de todo tipo de cosas. Nuestros pies parecían estar complotados, porque si bien no sabíamos a dónde íbamos, ellos cuatro se pusieron de acuerdo en ir hasta una zona de la ciudad llena de lugares para comer. Un par de cuadras en esa zona y nos dimos cuenta de que teníamos hambre, llevábamos un buen rato hablando de comida y los locales de gastronomía parecían haber salido de la nada.

Ya era muy de noche cuando terminamos nuestro postre, y un par de suspiros después ya estábamos en un taxi volviendo a nuestros respectivos departamentos. Nos saludamos en el pasillo y quedamos en vernos al otro día para tomar mates. Cerré la puerta, fui a mi pieza, me saqué la ropa, me puse la mejor sonrisa de idiota que encontré y me acosté a dormir.

A la mañana siguiente me desperté cuando escuché llegar a Carmela, estaba ebria y se reía a carcajadas hablando por teléfono con alguien. Me levanté, guardé en el cajón mi sonrisa de idiota, me puse algo de ropa porque todavía me daba vergüenza salir en calzones al frente de Carmela, salí de la pieza y me senté en la mesa de la cocina. Segundos después ella me servía una taza de café caliente y me empieza a contar la noche que había tenido, nos reímos un buen rato y después le conté sobre Simone. A Carmela no le cayó en gracia la idea de que me enamorara de ella, le tenía cierto resentimiento por haberla dejado sin departamento, yo le dije que eran cuestiones legales y que no hubo alternativa, pero no me escuchó y se fue a dormir.

Horas más tarde tomábamos mates con Simone y escuchábamos música. Asombrosamente no teníamos ni un gusto en común, pero escuchábamos con interés genuino cada canción mientras intentábamos explicarnos mutuamente por qué nos gustaba tal o cual banda o estilo.

Pasó casi un mes en el cual Simone y yo nos veíamos casi todos los días. Y como a Carmela no le caía mucho en gracia esto, pasábamos casi todo el tiempo en la calle o en el departamento de ella. Se había armado una suerte de código de convivencia y cuando estaba con Carmela jamás mencionábamos a Simone. Por su parte Simone creo ni sabía que compartía el departamento con Carmela, para ser honestos, en todo el tiempo que estuvimos juntos, jamás hablamos de nuestro pasado, por más que fuera reciente, no había necesidad, no lo sentíamos así.

Esto se mantuvo bastante bien por casi todo ese casi mes, hasta que una mañana nos cruzamos los tres en el pasillo. Carmela fulminó con la mirada a Simone, y sin decir ni hola se fue por las escaleras con tal de no compartir el ascensor. Por su parte Simone solo atinó a regalarme una sonrisa cómplice. Terminado el día me senté a merendar con Carmela, y por primera vez rompió ese hermetismo que la caracterizaba para decirme que Simone no me convenía, que la dejara ahora que podía. Yo le agradecí el interés con toda honestidad, y muy en el fondo de mis intestinos procesé su consejo, pero no había marcha atrás.

Ni bien Carmela salió a la noche a espantar yo me metí a la ducha, me perfumé y tomé rumbo al departamento de al lado. Sin intermediar palabras abracé y besé muy fuerte a Simone, hubo un milisegundo que pareció extenderse por horas en el cual el corazón parecía que se me iba a salir del pecho, y cuando terminó esa pequeña eternidad ella me devolvió el beso. Pude sentir algo como el universo en mi panza, o al menos una galaxia, una de las grandes. Nos acariciamos con pasión, una pasión que se notaba que estaba reprimida hace un buen tiempo, de a poco los abrazos se volvieron un poco más fuertes y una enorme cicatriz se dibujó en mi cuello.

Cuando volvió Carmela yo estaba en la cocina tomando café, me dijo que yo era un idiota y que Simone era su ex novia, me dijo que ahora teníamos que buscar otro departamento, a lo cual le dije que no hacía falta, porque el departamento era mío así que podíamos quedarnos los dos. Dejó la bolsa de facturas en la mesa y dando media vuelta se empezó a alejar, me pidió que le sirva una taza de café, dijo que ya volvía, que iba a ir a sacar las cintas de escena del crimen de la puerta porque el suicidio no era un crimen y le molestaba que no dijeran “escena de suicidio” o algo así.

 
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