Capítulo 1:
La noche de Luisón
Para reducir la cantidad de cigarrillos fumados en mis
largas caminatas pensativas, decidí empezar a realizarlas bajo la lluvia. Si
bien esto representaba perder la espontaneidad del momento, ganaba la ventaja
de andar por las calles vacías y silenciosas. Libres del humo y el ruido los
autos, los bocinazos, gritos, y demás ruidos propios de la ciudad.
Así comenzó una nueva
etapa, y sin darme cuenta, mis rondas se extendieron por más horas. Las lluvias
hacían del centro un lugar solitario en el que podía meditar sin ser
interrumpido y llenarme de ideas frescas. Algo que debí notar, fue como me
expuse a cierta situación que cambiaría mi forma de ver el mundo, tal vez para
bien, tal vez para mal.
Era una noche esplendida, eran cerca de las 3 de la mañana,
la lluvia había parado y la luna llena asomó entre algunas nubes, como si
hubiera tenido la voluntad de dibujar un círculo en ellas y mostrarse más
brillante que nunca.
La tormenta había dejado sin luz a toda la ciudad, pero no
importaba, la recién asomada luna iluminaba lo suficiente como para no llevarme
puesto nada.
No le preste atención a mis pies y dejé que me llevaran
hasta la costanera, lejos de la ciudad.
Llegué a una bajada que pasaba por debajo de un puente, me
detuve un segundo, mire la luna, tomé mi paquete de cigarrillos, encendí uno,
miré de nuevo al cielo y dije:
-Nos vemos del otro lado.
Fueron los segundos de oscuridad más largos de mi vida, y
solo me tomó 2 caladas a mi cigarro.
Cuando llegué al otro lado, levante la vista y ahí estaba,
blanca, brillante, redonda, el cielo estaba tan claro que podía ver sus
cráteres. Bajé la vista, di una larga seca y pensé:
-Tengo que verla una vez más.
Al momento que empecé a levantar la vista, escuche un ruido
que hizo que un frío temblor corriera columna vertebral arriba hasta alcanzar
mi nuca. Un sonido como el de un jabalí salvaje, pero amplificado.
Terminé de mover mi cuello y lo vi. Con la luna a sus
espaldas, parado sobre la baranda del puente, ojos amarillos que brillaban al
ver mi asustada cara, de unos dos metros de alto, encorvado, dos colmillos
inferiores y dos superiores blancos como perlas sobresalían por encima de un
hocico corto que le daba fin una cabeza peluda y marrón coronada por dos orejas
puntiagudas.
Sin poder reaccionar, observé como “eso” salto de lo alto
del puente hacia mí, rugiendo, babeando, con sus brazos largos abiertos, manos
gigantes con cuatro pezuñas enormes. Definitivamente el cerebro no tiene dentro
de su manual como debe reaccionar ante semejante delirio cayendo de una altura
mortal para cualquier mamífero bípedo de más de 1 metro de altura.
La ceniza del cigarro calló justo sobre mis dedos detonando
una reacción más conocida y di un salto atrás.
Un segundo después la mole cayó justo delante de mí y su
impacto hizo que el tiempo empezara a correr más despacio.
Lo vi levantar su brazo derecho, pude oler su putrefacto
aliento, sentí el calor que emanaba su peludo torso desnudo, escuche su
irregular respiración, hasta pude saborear mi propia sangre apunto de brotar
por lo que iba a ser mi despedazado cuerpo.
Y sin más, algo veloz
y brillante como un rayo golpeó el suelo junto a la bestia, y como si de
un robot se tratase, se quedó paralizado.
Busque por todos lados de donde provino eso, mi salvador
estaba en algún lugar. Volví a mirar al puente y de la oscuridad salía un
hombre, llevaba un sombrero de cuero, cara ancha de huesos marcados, ojeras
profundas, un abultado bigote del cual emergía una pipa de madera, camisa
blanca de mangas anchas, un serenero rojo bajaba de su nuca hasta el cuello,
chaleco de cuero gris con unas cruces blancas, cinturón ancho del cual colgaba
una boleadora de cuero, chiripa gris que caía sobre la pierna derecha,
calzoncillo cribado blanco y unas botas de potro.
Sin dar crédito a la bizarra escena que estaba presenciando
hice una última seca a mi cigarro y lo apagué.
El pintoresco gaucho, dio un paso adelante, sacó de entre su
chiripa un rebenque con mango en forma de cruz y le dio un azote al monstruo en
plena espalda al grito de:
-¡Tomá barraco!
Y la bestia ya no era bestia, si no, un hombre pequeño
tendido boca abajo en el suelo que parecía más huesos que piel.
-¡Soy Don Romualdo! ¡Domador de caballos y cazador de los
siete!
Me dijo mientras recogía del suelo el rayo salvador, era un
facón largo, plateado con unas inscripciones raras y mango en forma de cruz
dorada.
-No se me asuste gringo, es otro ahijao ‘el presidente este.
Más perdido que antes logré decir a duras penas:
-¿Qué?
-¡El Luisón!
Mis ojos se abrieron como nunca antes en mi vida a modo de
pregunta, ya no podía decir más nada.
-¡Ahijuna canejo! Un chapetón es lo que sos. Ustedes los
gringos le dicen el lobisón. Vamos, le hago la pata ancha hasta su rancho, que
la luna ‘ta traidora esta noche.
Sin entender nada de lo que pasaba, decidí confiar en Don
Romualdo, me daba buena espina más allá de que seguía vivo gracias a él.
Tomé otro cigarrillo de la etiqueta, Romualdo rellenó su
pipa, compartimos el fuego de un fósforo y emprendimos la marcha de vuelta a
casa en silencio.
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